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Photo by David Tran on Unsplash


El alma deja el cuerpo inhabilitado para su viaje diario a la rutina estancada de los años pasados a gloria.

Un sutil ronquido se lleva el pensado inagotable oxígeno de todo su cuerpo.
Insufrible ver el dolor inevitable al alivio futuro de la preocupación, se lleva contigo la mayor incertidumbre vivida hasta entonces.

Lloran sin abrazos, lloran sin besos ni despedidas largas, un metro de distancia entre unos y otros, mínimo, distancia entre la tierra y lo divino, lejanía a lo cercano y despecho a lo conocido. Y hasta que ya no lo tienes no sabes cuánto lo necesitas.

Qué dolor causa el dolor ajeno, nos revive el propio, nos remueve la moral y paraliza el espíritu; sin saber muy bien qué hacer solo me presento, pensando que así por lo menos descansa tu propia alma de alguna forma.

Apoyo en nada, apoyo sórdido, sustituido por el silencio.

Qué propiedad tenemos unos de otros al ocaso de la existencia, qué más que una vida vivida, una vida imperfecta, pero al menos propia.

El peso de los días anteriores llega a recordarte que estás viva, que se sufre, se ríe, se ama y se sueña y ahora eres una mezcla de sensaciones impalpables que se agitan a la más mínima ventisca.

Y finalmente, todo pasa algún día; día con día, hora con hora, llanto con llanto.  

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